Dilema del pan y el hambre

Un pan adorna la sopa escaldada. La mesa está servida. El hombre se sienta a la mesa. Frota sus manos sobre el vapor humeante del caldo. Da las gracias a Dios por el alimento. Parte en trozos el pan. Toma uno y lo sumerge en la sopa. Moja el pan en la sopa. Come su pan ensopado. Lo deglute. Agarra una cuchara. Revuelve la sopa. Lleva la cuchara a su boca. Sorbe su sopa.
 

Coloca el plato en la mesa. Camina hacia el cuarto. Descansa un rato. Pasadas las horas, el hombre, con hambre casi fiera, busca con que calmarla. Vuelve a la mesa. Se arrodilla.
 

Con mirada escudriñadora recoge migajas de pan diseminadas por el suelo. Antes desechadas. Las devora lentamente. Se levanta y lame el plato con la punta de su lengua. La lengua recorre y desnuda al plato en una batalla frontal de dominación.
 

El hombre apoya sus codos en la mesa. Observa el plato vacío sobre la mesa. Escucha el cantar ex tragante de su interior, anunciándole que el pan no mató su hambre ¿Qué hacer cuando se acaba el pan y solo queda el hambre? ¿Qué hacer cuando no se tiene un mísero centavo para comprar más pan? -se pregunta el hombre-, con los dedos tejiendo surcos en su cabello.
 

El hombre regresa a su cama desesperado. Fija su mirada hacia el techo y dibuja panes. Panes franceses, integrales, de flauta, de molde, para sándwich, para hamburguesa. Cuenta mil panes. Maldice su hambre. Delira. Cierra sus parpados con el optimismo de un amanecer con olor a pan que sacie su hambre.

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