Al teatro cubano se le murió un hijo, un maestro. Abelardo Estorino
nos abandonó -al menos en este mundo-. Nos abandonó uno de los buenos,
uno de los grandes, uno de los mejores dramaturgos de Cuba. Nos dijo
adiós sin despedidas. Aunque sería mejor verlo desde otra perspectiva,
Estorino, solo se mudó de escenario.
Él nos dejó para continuar observándonos desde el cielo. Para
convocarnos desde lo más alto a continuar la función más larga en la
Tierra. Este 22 de noviembre, en su casa en La Habana, sus ojos se
cerraron para siempre. Pero Estorino, no parece haber muerto, parece
estar dormido, esperando a que alguien lo despierte para terminar la
escena que nunca escribió.
Este dramaturgo, nacido en el municipio de Unión de Reyes, bien pudo
haber sido cirujano dental, de hecho se marchó a la capital para
estudiar esa carrera, pero el arte de las tablas lo cautivó, lo enamoró
de tal manera, que lo dejó todo para dedicarse por completo a escribir
más de una veintena de obras teatrales.
Sobresalen los títulos: El robo del cochino, Las impuras, Las vacas
gordas, El peine y el espejo, La casa vieja, y una buena colección de
piezas infantiles, así como posteriormente sus collages. Sin dudas,
clásicos de obligada consulta como referentes en la historia de nuestra
historia y cultura escénica.
Sin embargo, nunca la fama se le subió a la cabeza, a pesar de su
larga lista de reconocimientos y de haber sido Premio Nacional de
Literatura (1992) y Premio Nacional de Teatro (2002).
Y nunca olvidó sus orígenes, por eso su entierro fue en la tierra que
lo vio nacer. Quizás esa fue su última voluntad, regresar de vuelta a
sus raíces.
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