Historia de un piercing

Desde la adolescencia me gustaron los piercing, los tatuajes. Pero siempre le he tenido cierto respeto. Los admiraba desde la distancia. Casi todas mis primas son hembras, todas en algún momento de sus vidas han tenido piercing, una de ellas hasta dos en la cara y las otras en los ombligos. Pero yo, la más miedosa de todas, nunca había tenido el valor. Hasta que no sé cómo ni por qué, ni me pregunten.
Mi hermano me embulló y me convenció. Él también se abriría dos, por falta de uno. Acepté. Nos compramos los nuevos artefactos que portarían nuestras orejas, que por cierto los precios y los vendedores continúan sorprendiéndome, el mismo piercing en diferentes establecimientos particulares, te lo encontrabas desde 4 CUC hasta 10 pesos cubanos, increíble, pero cierto. Por supuesto que presumen cuál adquirimos. El siguiente paso: encontrar una enfermera capacitada, pues la de mi consultorio no era ducha en esos temas ni se atrevía a hacerlo. Luego por referencias cercanas, conocimos de una que se dedicaba a abrirlos. Abordamos su casa. Mi hermano fue el primero. Le inyectaron anestesia y con un troque prosiguió la operación, luego vino el segundo hueco, este casi a sangre fría porque la anestesia no llegó. Ni chistó y yo virada de espalda porque si algo tengo claro es que nunca hubiese podido ejercer la medicina, tan solo ver como preparan una jeringuilla me causa escalofríos. Llegó mi turno. Le dije a mi mamá que nos había acompañado que no me pondría nada, y ya nos íbamos cuando viré para atrás y me llené de una extraña sensación de Yo Si Puedo. Me senté en la silla. Me pincharon tres veces para anestesiarme. Sentí un leve dolor, una molestia, nada que no pudiera aguantar. Luego, la enfermera abre el troque de su nylon sellado y cuando empieza a agujerearme, me pregunta que si me duele, no me dolía, pero sentía un trasteo. No puedo. Está duro, fueron sus palabras. De pronto se me empezó a nublar la vista. Me entró una fatiga y un mareo que pensé que me desmayaría. Acto seguido, me toca el corazón, me da a oler alcohol, y pone su dedo encima de mi labio superior. Le indica a mi mamá que me eche fresco con una libreta que estaba cerca. Con la otra mano me limpia el sudor que corría a chorros por todo el cuerpo. Falta mucho, le pregunté. No, solo falta acabar de abrirlo. Termina, que la anestesia se me va a ir, le digo, todavía en shock. Eso es normal, los otros días vino una muchachita de la vocacional con su novio y se desmayó y todo. Tremendo aliento –pensé- para alguien que está al punto del desmayo. Respiraba suavemente, me tomé un vaso de agua y poco a poco me fue viniendo el color, que según mi mamá lo había perdido completamente. Dice que estaba pálida y los labios blancos como una hoja de papel. Así me fui recuperando, y la sentencia de la enfermera fue que eso me pasó por MIEDO, que a muchos les ha pasado igual. Luego tuvo que abrir otro troque más fino para terminar de abrirme el hueco e insertarme luego el dichoso piercing. Al fin vi en mi oreja el piercing. Yo me cagaba en la hora que se me había ocurrido semejante idea. Mi mamá que casi se muere del susto porque nunca me había visto tan mal, que más nunca contáramos con ella para ese tipo de cosas. Tomen antibiótico si se les inflama y úntense gentamicina nos orientó la enfermera, quien no quería que me fuera al momento de su casa por el aquello de que si me desmayaba por el camino, pero ya yo me sentía bien y nos marchamos. Por el camino rezongaba que quien me había mandado, con lo vieja que estaba, la oreja me dolía, tal vez por el trasteo. Pero ya el piercing estaba y por el momento no me lo pienso quitar. “Si eso fue así con un piercing, nunca te podrás hacer un a tatuaje”, me sentenció una de mis primas, quien porta dos tatuajes en su cuerpo. Cobarde, “pendeja”, me decían todos los cerebros huecos que se burlan del sinsentido cuando les contaba mi historia. Aunque al final no creo que me peguen ninguno de esos adjetivos porque el hueco está y el piercing también, a pesar de todo.

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