Vestido y con sombrillas

Él no está sentado en una silla, como en la canción de Silvio. Yo sí estoy de pie, pero sin expresión de lord. Él no está desnudo, mas sí rodeado de sombrillas. Yo estoy vestida, pero con calor.
De la letra del tema en cuestión, las únicas verosimilitudes son que yo tengo calor y él tiene sombrillas. Quizás ambos poseamos un poco de cada cosa. O haya otra coincidencia que yo no quiero contar por pudor: mi parasol está ilustrado con una mujer desnuda a la que le nacen alas de la espalda.  Hay quienes aprecian un retrato corporal, pero a mí me  parece un ángel apresado en el forro. Tal vez, el hombre frente a mí sea un médico de “seres con alas de otro mundo”…
Cada mañana, de lunes a sábado, repite la rutina. Llega. Abre su inmenso maletín y se sienta encima a esperar a clientes. Sus instrumentos de trabajo se reducen a dos viejas pinzas, alambres, forros rescatables y un cementerio de varillas metálicas de todos los tamaños. Cuando ya nadie los puede resucitar, él exonera, recupera y recicla a los cadáveres de nailon y de fibras plásticas.
 A Fidel Pedroso Díaz, no lo conocen por su nombre y menos por sus apellidos. Todos le dicen El Sombrillero.  Aprendió el oficio por su abuelo Román, que era hojalatero. Desde entonces, ejerce la “profesión”.  A sus 54 años, no recuerda el total de sombrillas que han pasado por sus encallecidas manos. Para él, lo único completamente cierto es que quiere dedicarse el resto de su vida a reparar paraguas  y quitasoles.
“No hay nada como ayudar a las personas con mi esfuerzo propio”.  Anticipadamente sabe de qué “pata cojea la sombrilla”, según la marca, el modelo o el país de fabricación; automáticamente también  el remedio para cada una según la envergadura de la lesión.
Lo buscan desde los municipios más recónditos de la provincia. Con frecuencia aparecen personas de Jovellanos, Calimete, Los Arabos, a más de 20 kms del lugar y largo tiempo de viaje. Yo también lo busco.
Mi bella mujer aletea y procura que este hombre la vea, pero se sofoca y un ala azul se le lástima. Él concentrado, sin dudar, sin miedo a equivocarse, la agarra delicadamente y mide el largo de las alas. De pie, siempre de pie, se mueve de un lugar a otro. Ambos forcejean. El sudor le recorre la frente, le cubre el rostro, se esconde entre el pelo rizado, bajo una gorra desteñida. Todo el cuerpo le suda y las gotas se mezclan entre los cinco collares de santos de su cuello.
Fidel la empuja contra la columna de concreto: pretende evitarle el dolor. Se queda paralizada, es como una anestesia. Le enrolla un alambre en la cubierta y ella lo ahuyenta,  se aferra al estrujado forro. Él la toma, la desarma y la arma. La abre y la cierra. La cierra y la abre. Y ella mueve sus alas. Ya está curada. Levanta el apurado vuelo. Se lanza al filo del viento. Surca el cielo y queda liberada del encierro.
Él, en su boca casi desdentada, dibuja una sonrisa: acaba de ganarse “el pan suyo de cada día”. Apenas se seca  el sudor y ya tiene otro cliente. Continúa sin sentarse en una silla, rodeado de paraguas. Yo sigo vestida, pero con calor…


Aprendió el oficio por su abuelo Román / Foto: Cortesía de la autora.
Personas de Jovellanos, Calimete, Los Arabos, acuden a Fidel para arreglar sus sombrillas.

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