Leyendas matanceras



Canimao

Cuenta la leyenda que en el poblado aborigen de Yucayo, exactamente donde nació la ciudad de Matanzas, vivía Cibayara, hija del cacique Baguanao. Con ella sostenía amores el guerrero Canimao, pero la felicidad de la pareja desapareció al enfermar la joven gravemente.
Nadie conocía cómo curarla, y el amante acudió ante el sacerdote, el behíque Macaorí, para que los socorriera. Para su sorpresa, ya lo aguardaba. Le comunicó que Cibayara viviría y sería su esposa, pero que por ello debía pagar un precio al dios Bagua.
Ante la imagen de piedra de la deidad, Canimao juró dar su vida por la salud de la amada. Y de inmediato la enferma volvió a reír. Lo que no conocía es que había sido curada porque de ella nacería un hombre que en el futuro haría dormir hecha piedra a una mujer que mataba por amor.
Canimao y Cibayara se casaron, y festejaron que en ella creciera una semilla de hombre que sería varón, porque así lo había anunciado el behíque Macaorí. Pero el joven no olvidaba que debía cumplir su promesa al dios Bagua.
Una noche huyó de la aldea, dirigió su canoa hacia el centro del río Jibacabuya --hoy Canímar--, y de pie, lentamente, levantó su mano armada con un puñal y cayó a las aguas con el pecho abierto.
Cibayara y su pequeño Guacumao iban cada tarde a depositar flores ante el río que cambió desde entonces su nombre por Canimao, y que por una falsa interpretación de los colonizadores españoles pasó a nombrarse Canímar.

La India dormida

Cuenta la leyenda que en Yucayo, el poblado indígena que fue cuna de la ciudad de Matanzas, vivía una mujer de extraordinaria belleza llamada Baiguana. A su paso enloquecía a los hombres, quienes abandonaban la caza, la pesca y los sembrados y corrían tras siquiera una sonrisa. Baiguana fue obligada residir muy lejos de la aldea, muy lejos de la costa. Pero la distancia no era obstáculo para sus admiradores, quienes partían en su busca.
Al cacique Maguaní le preocupaba esta situación, ya que todas las actividades masculinas eran imprescindibles para el sostenimiento de la pequeña aldea. Decidió entonces dirigirse al río Canimao y desde allí hablar con su dios, Bagua, para rogarle ayuda y solución.
Días más tarde el cacique llevó de regalo a Baiguana un pescado mágico, capturado con la ayuda del dios aborigen. La joven lo comió, y se tendió a dormir entre flores silvestres que rodeaban el entorno. Nunca más despertó. El llano en el que la india reposaba se transformó en montaña, en una elevación que conserva la figura de una mujer dormida, y que más tarde fue nombrada el Pan de Matanzas. La mujer de fuego se transformó así en mujer de piedra, y junto a la bahía constituye uno de los más singulares y conocidos atributos de la ciudad.

Las dos piedras

Cuenta la leyenda que en tiempos del joven cacique Guacumao, hijo de Canimao y Cibayara, vivía una joven de belleza extraordinaria llamada Aibamaya. La joven tenía enloquecidos a los hombres del poblado de Yucayo, para quienes conquistarla era más importante que asumir las tareas que debían favorecer a la comunidad aborigen.
Cibayara había contado a su hijo Guacumao la profesía del behíque Macorí, quien auguró que de ella nacería un hombre que convertiría en piedra a una mujer que mataba por amor. Y una noche el cacique soñó que una mano gigantesca lanzaba murciélagos y con gestos le ordenaba llevar a Aibamaya hasta una de las puntas donde terminaba la bahía, lugar hoy conocido como Punta Maya.
Al despertar narró a su madre lo sucedido, y coincidieron en que era una respuesta del dios Bagua, y que la mujer se transformaría en piedra.
Guacumao llevó a Aibamaya hasta el punto indicado, y allí permanecieron por varias semanas. El amor sorprendió a ambos, y el joven cacique sintió a la vez la dicha de saberse amado y la tristeza de conocer lo efímero de su dicha.
Y desaparecieron. Nunca más se supo de ellos. Pero cuentan los pescadores que en las noches claras se ven dos rocas blancas bajo el agua del mar, que no son más que Guacumao y Aibamaya, unidos para siempre entre los linos del litoral matancero.

Yumurí

Cuenta la leyenda que Yumurí, el joven cacique que gobernaba en el poblado de Yucayo, hoy Matanzas, se hallaba comprometido con Albahoa, quien vivía en otra aldea al centro de un valle aún sin nombre.
Su padre era el cacique Guananey, quien días antes del ritual del matrimonio se enemistó con Yumurí a causa de una disputa por derechos de pesca, una de las actividades primordiales en la subsistencia aborigen. El compromiso entre los jóvenes quedó, pues roto, y el padre dispuso que la joven se uniera a Canasí, otro gobernante aborigen. Yumurí subía cada tarde a las alturas nombradas hoy Monserrate, desde donde observaba la aldea de su amada. Y decidió llevarla consigo a cualquier precio. Le avisó que el propio día de las nupcias lanzaría tres graznidos de lechuza, señal para que ella corriera a su encuentro. Así lo hicieron, pero los guerreros de Guananey se percataron de la huida y comenzaron a seguirlos.
Los amantes, acosados, se lanzaron a cruzar el río Babonao por un lugar desconocido, y se fueron sumergiendo poco a poco hasta desaparecer de la vista de sus perseguidores.
Desde ese día el río cambió su nombre y comenzó a llamarse Yumurí, al igual que el valle testigo de la tragedia.

El perro fantasma

Cuenta la leyenda que a comienzos del año 1770 vivía en Matanzas Doña Ramoncita Oramas, viuda de Solís, quien tenía un fiel compañero para su soledad: un enorme perro de blanco pelaje, llamado Capitán.
Todos los días Doña Ramoncita entraba a la iglesia a orar para que le fuera concedida a su perro una larga vida. Afuera, Capitán esperaba a su ama. Una tarde el animal rompió su costumbre, penetró en el recinto y se detuvo ante la imagen de la virgen, lo cual interpretó su dueña como una respuesta a sus plegarias.
Nadie pudo explicar el hecho, pero es cierto que tres semanas después Capitán apareció muerto a la entrada del templo. Días más tarde, Ramoncita escuchó un aullido familiar en su patio, y al asomarse vio al perro envuelto en una luz de luna y con sus ojos azules y luminosos. Cada noche vino el fantasma al encuentro de su dueña. Esta, ya en el lecho de muerte, narró la secuencia de sus visitas, lo cual fue interpretado como el delirio de una moribunda.
Sin embargo, diversas personalidades atestiguaron en años sucesivos haber visto a un inmenso perro blanco de ojos azules, que se tornaba invisible: el maestro Don Pablo García, el ingeniero Don Dionisio Baldenoche, el brigadier Don Juan Tirry y otros. El poeta matancero José Jacinto Milanés confirmó también la presencia del perro fantasma, de quien dijo era el consuelo de los solitarios, amigo de los artistas y fiel protector del alma inmortal de la ciudad.

La gaviota del San Juan

Cuenta la leyenda que en la primavera del año 1795 vivía junto al río San Juan la vieja esclava María Teresa con su nieta Julia Rosa, quien afirmaban era hija del solterón Don Sebastián. Este tenía unos inmensos ojos verdes, exactos a los de la joven de piel canela.
Doña Rosario, hermana de Don Sebastián, tenía un hijo nombrado Felipe, a quien correspondía la herencia familiar. Pero su madre temía que esta fuera dividida a favor de la muchacha, quien contaba ya 17 años. Quiso la vida que Felipe y Julia Rosa se conocieran y enamoraran. Al saberlo, Doña Rosario llamó a Tata Mongo, un viejo esclavo que poseía poderes por su condición de brujo, y le ordenó que terminara con el conflicto.
Esa noche Tata Mongo llevó a Julia Rosa dulce de coco, y le contó de embrujos que convertían a mujeres en animales inmortales.
Al otro día Julia Rosa había desaparecido. Don Sebastián estaba enloquecido, y más Felipe, a quien María Teresa contó que por obra de los dioses africanos su nieta había sido convertida en ave.
Felipe acostumbraba a sufrir su pena junto al río San Juan, y una tarde vio venir hacia él a una gaviota de ojos verdes, con mirada casi humana. El joven pereció a los pocos meses, tras haber perdido la razón. Aún hay quien afirma que la inmortal gaviota de ojos verdes vuela por sobre la ciudad, y la bendice para que nunca la afecten hechizos ni maleficios.

El fantasma del Pocito

Cuenta la leyenda que en abril de 1819 llegó a Matanzas el matrimonio formado por Don Carlos Martínez de la Barrera y Doña Susana Armenteros de Baeza. El hacendado venía a residir en la finca El Pocito, muy cercana a la ciudad, para reponerse de una enfermedad que le había afectado levemente los pulmones.
Doña Susana, enamorada de Carlos, sufría la tortura de los celos absurdos del esposo, quien se creía menospreciado por suponer que su dolencia era tuberculosis. Aquí conocieron a un joven llamado Alfredo, quien vivía a menos de dos kilómetros por el camino hacia Corral Nuevo. Se volvió visita diaria, atraído por la novedad de los recién llegados de la capital. Susana le rehuía, y Carlos enloquecía de celos sin sentido. Una noche de julio la joven esperaba a su esposo, quien se había demorado por gestiones en la ciudad. Tiró sobre sus hombros un chal azul y se aproximó al pocito que daba nombre a la finca. De pronto vio a un hombre frente a sí: era Alfredo, quien retornaba a su hogar y al verla decidió saludarla.
Susana se excusó y trató de avanzar hacia la casa, sin percatarse de que su esposo había llegado. Carlos, cegado por los celos, empuñó su daga y la dirigió al corazón de la joven. Rápido, se volteó hacia Alfredo y lo hirió también de muerte. Luego fue el silencio. El asesino conoció entonces por el joven moribundo que su esposa siempre le había sido fiel, y constató que había arrancado la vida a quien más le quería.
Al día siguiente Alfredo apareció muerto lejos de la finca. El cuerpo de Susana jamás fue hallado, pero Don Carlos ordenó cegar el pozo y arrancar el brocal.
Los campesinos del valle comenzaron desde entonces a ver, por las noches, a una mujer envuelta en un chal azul. Los viejos afirman que la zona está bendecida por esta aparición, que brinda suerte a quienes la escuchan mientras reza por el perdón de un hombre.

El Teatro Sauto

Cuenta la leyenda que en el Teatro Sauto, considerado Monumento Nacional, vuelven al escenario las figuras del arte que le dieron gloria. La instalación es una joya arquitectónica, concebida como la caja armónica de un instrumento musical. Su acústica se considera perfecta, y ha permitido al público matancero disfrutar de las actuaciones de Sara Berhnard, Hipólito Lázaro, Alicia Alonso, Ernesto Lecuona y tantos otros de reconocida trayectoria internacional.
Una de las leyendas afirma que la propia Anna Pavlova danza aún entre los cortinajes y se desplaza entre las sombras de las escaleras. Bola de Nieve vuelve al piano a desgranar sus melodías, y se escucha la campanilla que tocaba su propietario, Sauto, cuando quería volver al orden a los espectadores.
La fila seis, y específicamente la primera silla, resulta el lugar de mejor acústica, sin que se haya explicado los factores físicos que determinan esta singularidad. Cuentan que allí se sienta un chino de nombre desconocido, uno de los tantos asiáticos que de las canteras extrajeron los cantos con que se edificó el teatro, y luego pasea por entre las lunetas para disfrutar del fruto de su esfuerzo.
Los números engranajes bajo el piso y el crujir de la madera propician el vuelo de la imaginación, a la que se suma la incógnita del porqué en el olimpo reflejado en su techo, donde descansan ocho musas, está ausente Polimnia, diosa de la elocuencia.
El teatro, orgullo de los matanceros, constituye una reliquia y asume la contemporaneidad sin desdeñar sus tradiciones.

Museo farmacéutico

Cuenta la leyenda que en el actual Museo Botica Francesa del Dr. Ernesto Triolet son diversas las apariciones que confraternizan con sus veladoras y visitantes. Se trata de un inmueble conservado como en sus tiempos de esplendor: todos los instrumentos pueden rendir hoy sus habituales faenas, y en los estantes de madera tallada totalmente a mano permanecen tinturas, ungüentos, pomadas y elíxires prestos a conformar medicinas para los sufrientes.
En los altos, donde residía la familia Triolet, un viejo reloj de péndulo se niega a ser reparado. Sin embargo, en ocasiones se escuchan sus campanas, que alternan con los tres golpes de bastón que acostumbraba a dar sobre el piso su propietario. Y más sonidos escapan de la comprensión: el del piano que solía tocarse en la planta superior.
Una pequeña avanza a saltos desde la antigua puerta principal, hoy clausurada, y sube las escaleras. El Dr. Triolet explicaba que se trataba de su sobrina, fallecida a los seis años de edad. También se suma a la leyenda la virgen de mármol de Carrara que desde su fundación permanece en lugar preferente. Al reparar el inmueble fue bajada para la limpieza, y al retornarla a su sitio emitió una fuerte luz azul que apreciaron los carpinteros y las trabajadoras del museo, y que atribuyeron al agradecimiento de la deidad por la atención recibida.
El farol de la entrada, dicen, se enciende cada lunes, como se acostumbraba por ser el día de guardia de la farmacia. Y las gavetas y puertas de anaqueles pueden abrirse y cerrarse solas, demandadas por manos invisibles. La fantasía es propia en un lugar que retrotrae al pasado. La belleza de sus vasijas de porcelana policromada se enriquece con estos derroteros de la imaginación, y presta nuevos encantos a la vetusta institución.

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